Recuerdo con cariño una pequeña tienda de informática tenía cerca de casa. Han pasado algunos años (eran los comienzos de Photoshop), y ofrecían montajes que permitían simular que se había pasado por cualquier rincón del mundo imaginable. Recortaban la foto que te habías hecho en Benidorm, y la cambiaban para poner de fondo el Taj Mahal, las pantallas de Times Square, o hacerte cruzar por Abbey Road. Parecía magia.
Ahora, pasamos tanto tiempo perfeccionando la pose que llegamos a olvidarnos del lugar en el que estamos. Y mientras sujetamos la torre de Pisa con las manos, o intentamos besar el rostro de la Esfinge de Guiza, nos olvidamos de esa otra magia, la de verdad, que envuelve algunos destinos, y que no podemos apreciar por estar pendientes de una pantalla.
En la foto, un turista imita (o trata de imitar) la pose del Cristo, en el monte Corcovado de Río de Janeiro. Lo que no se muestra, pero resulta fácil imaginar, es que hay otras decenas alrededor, haciendo exactamente lo mismo, pero tratando de parecer únicos y diferentes.
Los turistas, o si prefieren, los viajeros, podemos llegar a ser muy pesados. Sobre todo, cuando llevamos un palo de selfie.