Sorpresa
Hay que dejarse llevar. Resulta fácil de decir, pero casi imposible de conseguir. Al fin y al cabo, no hay dinero que pague todos los viajes que queremos hacer, así que no nos queda otra que ajustar los días al presupuesto y correr del museo al mirador, de la playa al cambio de guardia, y de nuevo de vuelta a (otro) museo. Apenas paramos para dormir, normalmente agotados y saturados de emociones.
Vivimos tiempos sin lugar para la pausa. Sentarse a tomar un café implica preguntar si tiene wifi. Todo está decidido por anticipado, vamos siempre directos al siguiente punto de interés, no hay posibilidad de equivocarnos de cruce, nada de terminar en un lugar inesperado. Todo debe ser rápido, una carrera de una semana o de veinte días, con frío y con calor, estímulo tras estímulo, como si fuera una droga que convierte las vacaciones en algo de lo que habrá que descansar a la vuelta.
Pero viajar debería ser otra cosa. Vagar por las calles de una ciudad desconocida. Observar. Relacionarnos con la gente del destino, compartir sus historias, conmovernos. Girar en una esquina de Copenhague para toparnos con un camello en medio de la calle, y sentir cómo nos invade la curiosidad. El viaje nos ofrece sentimientos genuinos, es una lástima que no siempre seamos capaces de disfrutarlos en el momento en que se producen. Las prisas, que son malas consejeras, también son las peores compañeras de viaje.