La mujer de Viena
Imaginad una calle cualquiera de una gran ciudad. Luminosos que parpadean, voces desconocidas, el frío que ya ha llegado en octubre, prisas, ruido, risas de niño y sonrisas de adulto, un árbol con su sombra, coches que van y personas que vienen absortas en sus vidas o sus teléfonos móviles. Nada especial. Al, menos, aparentemente.
Añadamos una capa más. Mientras el semáforo está en rojo, una pareja se besa apasionadamente, casi como en una vieja película de esas que ya no se hacen. Sin duda la escena ha mejorado y es más bonita, pero sigue sin ser nada que no hayamos visto antes mil y una veces. ¿Por qué sentimos entonces que estamos viviendo algo especial, por qué esa magia alrededor?
Sólo ella, la protagonista de la foto, lo sabe. Aunque no se esté dando cuenta: está hechizada por la pareja, no puede aportar la mirada de ese beso, de esa manera de abrazarse, y mientras asoma una sonrisa en su cara, los ojos cobran vida en un brillo que comienza a transmitir tantas cosas...Quién sabe qué recuerdos ha avivado, qué puerta se ha abierto en su memoria más íntima, qué significado tiene ese momento que ha durado apenas lo que un semáforo tarda en abrirse. Nada más existe alrededor; nada para la pareja que se besa, nada para la señora del gorro rojo, nada para nosotros. solo el momento. Ha sido apenas un instante, pero qué instante.
Cuando el semáforo se abre todo vuelve a la normalidad, y retomamos cada uno nuestros caminos. Mientras nos alejamos, somos conscientes de que siempre nos preguntaremos qué imagen vino a su cabeza, y de cuánto nos hubiera gustado preguntarla dónde había estado durante esos segundos. Pero, ¿y si se pierde la magia?